Archivo de la categoría: Microrrelatos

El Silencio

Sad woman crying

Me preguntó cuál era mi mayor temor. «¿La muerte? ¿El infinito? ¿La nada?» Aquellos sí eran temas que habían aterrado a mi alma en algún momento. Sin embargo, le miré, y en silencio contesté: «Que estos ojos que ahora me miran no sean los que me vayan a mirar siempre; que estos labios no sean los que bese hasta el día en que muera». Contesté muda, y, en mitad de mi cobarde silencio, comprendí que el verdadero horror es no decir lo que tu corazón te pide a gritos que admitas.

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La mancha de Londres

En un determinado punto de los sucios pasadizos de una populosa estación del metro de Londres… siempre se forma la misma mancha.

Cuando uno la ve por vez primera parece de agua, de zumo, o de una bebida gaseosa que algún desconsiderado no inglés ha tirado allí en medio.

Pero cuando al día siguiente o al otro uno pasa de nuevo por allí, descubre que la mancha siempre está en el lugar exacto. No un poco más a la derecha; no un poco más a la izquierda, sino allí. Allí mismo.

Y si el tal uno decide pasar a las siete de la tarde por aquel determinado punto de los sucios pasadizos de una populosa estación del metro de Londres, descubrirá a un hombre. El hombre que no cesa de limpiarla. Siempre. La misma mancha. Todos los días. A la misma hora.

Con la mirada anclada en otro tiempo; en otro espacio; con la cabeza gacha pero el cuerpo erguido, ese hombre intenta quitar la mancha que nunca se quita. Él sabe que es imposible limpiarla, que debe de ser de una grasa especial y que a buen seguro gotea de forma intermitente aunque invisible de un techo abierto que la observa.

Pero ése es su trabajo. Se lo ordenan y él lo hace. Nunca se le ocurriría protestar por ello. Quién sabe; quizá un día, si se quejase por ello, le quitarían el puesto y se lo darían a otro. ¿Por qué iba a hacerlo, además? A él no le molesta frotar aquella mancha. De hecho, se pasa todo el día limpiándolo todo de una pasada, sin volver a pasar por el mismo punto. Pero ése; ese punto es diferente. Él sabe que allí hay algo esperándole sólo a él; algo inamovible; algo eterno. A él ya no le importa nada más de su trabajo. Solamente intentar quitar la mancha, sin saber que en el fondo no desea quitarla.

Sin saber eso, y que hay una compañera suya que todos los días, siempre antes de las siete, deja caer aceite en aquel determinado punto de los sucios pasadizos de una populosa estación del metro de Londres.

Cruce de almas

Ahí estaba: ése era el momento de cruzar nuestras miradas. Yo regresaba del baño y él ya se iba a casa. Estábamos a unos diez metros de distancia. Nos vimos a lo lejos, y a continuación pretendimos hacer algo. Yo me sacudí la falda de pelusas imaginarias. Él arregló las arrugas de su inmaculada chaqueta y movió ligeramente su cartera, como si le molestase justo en ese punto de su hombro.

Sabíamos que eso sólo llevaría dos pasos y que seguía quedando un abismo hasta pasar al otro de largo, así que yo me erguí y miré al frente decidida durante otros dos pasos. Sólo dos, porque pronto me di cuenta de que no tenía valor para enfrentar su mirada. Sabía que no mirarle era prueba de que me resultaba todo menos indiferente, pero eso no era lo que me importaba. Lo difícil era atreverme a mirarle a aquellos ojos en los que sabía me iba a perder.

Los siguientes dos pasos los caminé mirando a la ventana, pero inmediatamente me di cuenta de que estaba dándole mi perfil menos atractivo, así que miré abajo por una décima de segundo y volví a mirar al frente, pensando que era triste que a mi edad continuase siendo insegura.

A sólo cuatro pasos de mi Amor, miré al otro lado, abajo e incluso al techo que se extendía ante mí, tratando de encontrar una salida a mi estupidez. ¿Habría mirado él? ¿Iría a hacerlo? Cruzar nuestras miradas no sería algo casual. Él quería saber si yo era la que había estado escribiéndole durante tres meses. Estaba cansado de tener paciencia y si yo le miraba se daría cuenta, porque el alma se nos salía por los ojos. No iba a mirar. Yo no podía. Simplemente no tenía coraje.

A sólo dos pasos, mi alma me la jugó. Miré sin mover la cabeza, que ahora apuntaba al frente, justo como no quería que sucediese. Y él… él estaba mirando desde antes: quizá desde hacía un paso. O dos. Probablemnete esperaba paciente desde hacía ya diez. Y sonrió. Me sonrió a mí. Y de pronto comprendí lo que sintió Bécquer, y entendí que si un día le besaba moriría de placer y ya nunca sería la misma.

Esa misma tarde él me escribió y me dijo que había resultado encantador cuando tuve que mirar hacia otra parte.

El pez bobo

 No puedo olvidar aquel olor, la inquietud de todos al preparar el cebo, la fuerza al tirar la caña, la incertidumbre y la tensión al aguardar en silencio… 

A nosotros nos iba la vida en aquello. Observé cómo uno feúcho se acercaba a aquel gusano enredado en la caña, y que a mí particularmente me parecía muy poco apetitoso. Lo olió, se separó de él, dio unas cuantas vueltas alrededor, volvió a olisquearlo… y picó. ¡Picó! Parecía que no iba a caer, pero al fin lo hizo.

 

¿Cómo podía ser tan estúpido? Peces como aquél eran los que daban mala fama.  Ahora sabía a qué se referían cuando hablaban del pez bobo: seguro que a peces como aquél. Yo nunca me dejaría coger. 

 

Reencarnación

– ¡Qué asco! Voy a matarla.

– ¡No, déjala!

– ¿Por?

– Porque es un ser vivo.

– Es un insecto. Y asqueroso, por cierto.

– Pero podría ser un antepasado tuyo reencarnado.

– Ahí le has dado. Me has convencido.

Y tras aquella sencilla frase nunca más sintió dudas sobre si era bueno o malo matar a un insecto. Si ese insecto sólo era un bicho repugnante, porque lo era, motivo suficiente para deshacerse de él. Pero si, además, aquella cosa era un antepasado suyo o de cualquier otra persona como castigo por haber llevado una mala vida anteriormente, entonces razón más que suficiente para ahorrarle el sufrimiento de unos meses más de vida anodina y amorfa.

Despiste fatal

Le conocí cuando estaba a punto de morir. Estaba muy pálido y sudaba bastante. Enseguida me miró como reconociéndome y sonrió. Yo aparté la mirada, tímida, pero me di cuenta de que él podía ser distinto, y de que no debía desaprovechar la oportunidad de conocer por fin a alguien que valiese la pena. Así que le miré a los ojos y le dije: «Hola. ¿Nos conocemos?». Él volvió a sonreír y respondió: «Puede que sí. De otra vida, quizá».

 

Eso tenía que ser. La atracción, la magia que sentimos en un solo segundo fue tan intensa, que estaba segura de que estábamos destinados el uno al otro. Qué pena que en ese momento me atropellase un coche por haberme quedado ensimismada mirando al tipo sudoroso aquél.

 

Busca la Magia

«Todos nosotros convivimos diariamente con lo extraordinario. La sabiduría consiste en percibirlo por detrás de la rutina», leyó Raymond en alta voz, pronunciando un pensamiento del brasileño Paulo Coelho.

«¡Menuda tontería! ¿Te das cuenta, Lina? Si todos los días nos tropezásemos con algo fuera de lo común, nos daríamos cuenta de ello. ¡Más aún! Si realmente conviviésemos con lo extraordinario… ¡Ya no tendría nada de milagroso!». Como cuando creía haber llegado a una ingeniosa conclusión, se rindió exhausto en el lecho, sin esperar la respuesta de Lina. 

Al día siguiente, Raymond se levantó tan temprano como siempre y tomó el autobús que le llevaba al trabajo. Al subir, observó con visible enojo que la conductora llevaba un gato a su lado. Era alérgico, o al menos eso le apetecía pensar, y pensó en montar una pequeña escena, aunque cambió de opinión, por ser demasiado temprano para semejantes espectáculos.

«¡Hola, Ray! ¿De mal humor, como siempre?». «¡Qué remedio! Siempre lo mismo: madrugar, trabajar y volver a casa. Hoy no he podido ni desayunar: Lina se terminó ayer toda la leche que quedaba». «¡Bueno, hombre, no será para tanto! Ya tomarás algo en la oficina». «Ya, ya. Además he tenido un sueño que me ha dejado con mal cuerpo, pero no me acuerdo de él».

«Mmm… He leído que cuando nos olvidamos de nuestros sueños es porque no los hemos comprendido». «¡Menuda tontería! Y luego, ese gato. ¿Qué persona en sus cabales podría llevar un gato al trabajo?» «Ya. Oye, Ray, ¿has visto a ese chico de ahí, el que llora?». «No. No me había fijado. ¿Le conoces?» «Trabaja con nosotros desde hace un año ¿nunca le habías visto? Su novia murió en un accidente hace sólo un par de meses. Probablemente llora porque ella ya nunca podrá acabarse la leche del desayuno. Ray, debes mirar de otra manera, buscar lo extraordinario de la vida». «¿Cómo dices?» «Lo que oyes. Busca la magia que se esconde en los detalles».

«Menuda… tontería…»

Tras una dura y silenciosa jornada, Raymond tomó el autobús de vuelta a casa. La casualidad quiso que la conductora fuese la misma de por la mañana. Raymond buscó al gato con la vista, pero no lo halló. Lo que sí encontró fue una mirada melancólica y perdida. «¿Le ocurre algo?» De pronto, una sonrisa triste, de agradecimiento, inundó el rostro de la joven. «Mi gato ha muerto. Bueno… en realidad, no era mío. Lo encontré hoy, antes de comenzar a trabajar. Estaba gravemente herido ¿sabe? Pensé que podría llevarlo a casa y curarle, pero no aguantó tantas horas. Si pudiese volver atrás, quizá lo hubiese hecho… quizá hubiese dejado el autobús. Sí. Ya encontraría otro empleo. Qué más da. Ya ha muerto». Raymond le cogió de la mano y le sonrió con ternura. Después, una voz ronca informó a gritos de que aquel autobús no era un autocine, y pidió de forma áspera que arrancase inmediatamente el vehículo.

Al bajar, Raymond sintió que le inundaba una felicidad inaudita. Antes de entrar en casa, se fijó en un globo que flotaba lentamente en el aire y se dirigía hacia él. Lo tomó entre sus manos y se adentró en su hogar. Su mujer se encontraba dormitando frente al televisor y, tras mirarla con ternura, resolvió no despertarla. Se asomó a una ventana y dejó que el globo volase a su antojo. Estuvo siguiendo su rumbo un minuto o quizá dos, hasta que se posó en el suelo. En aquel momento, una señora con un cochecito pasaba por allí. El niño, alborotado ante aquel milagro, pataleó intentando alcanzarlo, y su madre lo cogió para dárselo.

 

Raymond no podía dejar de sonreír. Lina, entonces, despertó de su siesta y le pidió perdón por haber terminado la leche el día anterior para hacer la tarta favorita de Raymond. En aquel momento, él se acordó de la pesadilla que había tenido: Él iba por un camino recto, llano, marrón y triste, y, a su alrededor, se extendía un campo verde lleno de vida y majestuosidad, pero al que no podía acceder de ningún modo, por más que lo deseaba.

 

El Loco

«¿Quién me lo iba a decir a mí? ¿Quién? ¡Yo! ¡Abogado! ¡Ahora es tarde! ¡Nada que hacer!»

Bebía un solitario café en mi casa, cuando empecé a oír unos gritos provenientes de la calle. Abrí la ventana de mi séptimo piso y allí le vi: Era un hombre mayor, que declamaba cual protagonista en función teatral en hora punta.

«¿Quién? ¡Yo no me conformo! ¡Pero hay que hacerlo!»

Era evidente que debía de estar borracho, pero me extrañó porque eran las tres de la tarde e iba muy bien vestido. Menuda tontería. Cómo si los bien vestidos no bebiesen. Esos precisamente tienen más dinero para beber.

«¡Me confundí…!»

Lo cierto es que declamaba como yo nunca antes había oído; incluso sus risas sarcásticas eran de lo más histriónicas. Alzaba las manos al cielo implorando, y se giraba a murmurar algo a alguien que nadie más veía.

«¡Hastaluego!»

Saludaba a gente que iba en coche, y que debían de mirarlo extrañados; hacía carantoñas a los perros que pasaban con sus confundidos dueños; y dibujaba graciosas reverencias en el aire hacia las señoras que pasaban por su lado.

Se sentó un momento mientras perdía su vista en un tiempo en el que nadie vivía ya, pero pronto se levantó para cruzar la esquina, que hacía que yo le perdiese de vista.

Algunos seguían riendo a su paso, otros le miraban atónitos creyendo firmemente que los locos no pueden andar sueltos, y yo… yo no podía dejar de sonreír feliz, porque acababa de ver a un artista; o sólo a un loco; o a un loco y a un artista, pero en cualquier caso, a alguien único.

 

 

Y vio el sol

Se levantó a las tres de la tarde, como venía haciendo desde hacía meses. Apenas pudo probar bocado de aquella hamburguesa rancia que había pedido el día anterior a un restaurante de mala muerte, cuando sonó el teléfono:

–  Quién.

–  Hija, soy yo, ¿cómo estás?

–  Como siempre, mamá.

–  Claro… ¿Ya has mirado lo del trabajo?

–  No, mamá. No me apetece.

–  Oye, cielo, déjame ir a verte, anda. ¡Hace días que no nos vemos!

–  ¡Ja!  ¡Qué gracia! No, mamá. Ya nos Veremos la semana que viene. Hoy quiero estar sola ¿de acuerdo?

–  Como quieras, hija…

 

Antes de sentarse en el sofá, levantó la persiana. Hacía semanas que no lo hacía. «¿Para qué?», pensaba. «Quizá ese día todo era diferente». De repente, notó la luz del sol entrando por la ventana, en su cara, en su cuello. Se sintió bien, tranquila, como hacía ya tiempo que no se sentía. Lentamente, comenzó a ver cuanto había a su alrededor: la mesa grande, las sillas, la lámpara, la moqueta, el mismo sofá sobre el que estaba… Todo le volvía a parecer hermoso. Se levantó, se asomó de nuevo por el ventanal y dirigió sus ojos al sol. No le molestaba. Pensó que se alzaba más bello que nunca, y, después de seis meses llorando, por fin sonrió. Decidió que el accidente, el haberse quedado ciega no la iba a matar. Lucharía.