«¡Menuda tontería! ¿Te das cuenta, Lina? Si todos los días nos tropezásemos con algo fuera de lo común, nos daríamos cuenta de ello. ¡Más aún! Si realmente conviviésemos con lo extraordinario… ¡Ya no tendría nada de milagroso!». Como cuando creía haber llegado a una ingeniosa conclusión, se rindió exhausto en el lecho, sin esperar la respuesta de Lina.
Al día siguiente, Raymond se levantó tan temprano como siempre y tomó el autobús que le llevaba al trabajo. Al subir, observó con visible enojo que la conductora llevaba un gato a su lado. Era alérgico, o al menos eso le apetecía pensar, y pensó en montar una pequeña escena, aunque cambió de opinión, por ser demasiado temprano para semejantes espectáculos.
«¡Hola, Ray! ¿De mal humor, como siempre?». «¡Qué remedio! Siempre lo mismo: madrugar, trabajar y volver a casa. Hoy no he podido ni desayunar: Lina se terminó ayer toda la leche que quedaba». «¡Bueno, hombre, no será para tanto! Ya tomarás algo en la oficina». «Ya, ya. Además he tenido un sueño que me ha dejado con mal cuerpo, pero no me acuerdo de él».
«Mmm… He leído que cuando nos olvidamos de nuestros sueños es porque no los hemos comprendido». «¡Menuda tontería! Y luego, ese gato. ¿Qué persona en sus cabales podría llevar un gato al trabajo?» «Ya. Oye, Ray, ¿has visto a ese chico de ahí, el que llora?». «No. No me había fijado. ¿Le conoces?» «Trabaja con nosotros desde hace un año ¿nunca le habías visto? Su novia murió en un accidente hace sólo un par de meses. Probablemente llora porque ella ya nunca podrá acabarse la leche del desayuno. Ray, debes mirar de otra manera, buscar lo extraordinario de la vida». «¿Cómo dices?» «Lo que oyes. Busca la magia que se esconde en los detalles».
«Menuda… tontería…»
Tras una dura y silenciosa jornada, Raymond tomó el autobús de vuelta a casa. La casualidad quiso que la conductora fuese la misma de por la mañana. Raymond buscó al gato con la vista, pero no lo halló. Lo que sí encontró fue una mirada melancólica y perdida. «¿Le ocurre algo?» De pronto, una sonrisa triste, de agradecimiento, inundó el rostro de la joven. «Mi gato ha muerto. Bueno… en realidad, no era mío. Lo encontré hoy, antes de comenzar a trabajar. Estaba gravemente herido ¿sabe? Pensé que podría llevarlo a casa y curarle, pero no aguantó tantas horas. Si pudiese volver atrás, quizá lo hubiese hecho… quizá hubiese dejado el autobús. Sí. Ya encontraría otro empleo. Qué más da. Ya ha muerto». Raymond le cogió de la mano y le sonrió con ternura. Después, una voz ronca informó a gritos de que aquel autobús no era un autocine, y pidió de forma áspera que arrancase inmediatamente el vehículo.
Al bajar, Raymond sintió que le inundaba una felicidad inaudita. Antes de entrar en casa, se fijó en un globo que flotaba lentamente en el aire y se dirigía hacia él. Lo tomó entre sus manos y se adentró en su hogar. Su mujer se encontraba dormitando frente al televisor y, tras mirarla con ternura, resolvió no despertarla. Se asomó a una ventana y dejó que el globo volase a su antojo. Estuvo siguiendo su rumbo un minuto o quizá dos, hasta que se posó en el suelo. En aquel momento, una señora con un cochecito pasaba por allí. El niño, alborotado ante aquel milagro, pataleó intentando alcanzarlo, y su madre lo cogió para dárselo.
Raymond no podía dejar de sonreír. Lina, entonces, despertó de su siesta y le pidió perdón por haber terminado la leche el día anterior para hacer la tarta favorita de Raymond. En aquel momento, él se acordó de la pesadilla que había tenido: Él iba por un camino recto, llano, marrón y triste, y, a su alrededor, se extendía un campo verde lleno de vida y majestuosidad, pero al que no podía acceder de ningún modo, por más que lo deseaba.