Bebía un solitario café en mi casa, cuando empecé a oír unos gritos provenientes de la calle. Abrí la ventana de mi séptimo piso y allí le vi: Era un hombre mayor, que declamaba cual protagonista en función teatral en hora punta.
«¿Quién? ¡Yo no me conformo! ¡Pero hay que hacerlo!»
Era evidente que debía de estar borracho, pero me extrañó porque eran las tres de la tarde e iba muy bien vestido. Menuda tontería. Cómo si los bien vestidos no bebiesen. Esos precisamente tienen más dinero para beber.
«¡Me confundí…!»
Lo cierto es que declamaba como yo nunca antes había oído; incluso sus risas sarcásticas eran de lo más histriónicas. Alzaba las manos al cielo implorando, y se giraba a murmurar algo a alguien que nadie más veía.
«¡Hastaluego!»
Saludaba a gente que iba en coche, y que debían de mirarlo extrañados; hacía carantoñas a los perros que pasaban con sus confundidos dueños; y dibujaba graciosas reverencias en el aire hacia las señoras que pasaban por su lado.
Se sentó un momento mientras perdía su vista en un tiempo en el que nadie vivía ya, pero pronto se levantó para cruzar la esquina, que hacía que yo le perdiese de vista.
Algunos seguían riendo a su paso, otros le miraban atónitos creyendo firmemente que los locos no pueden andar sueltos, y yo… yo no podía dejar de sonreír feliz, porque acababa de ver a un artista; o sólo a un loco; o a un loco y a un artista, pero en cualquier caso, a alguien único.