Aborrezco madrugar. Más aún, si la causa de mi desvelo se llama trabajo; y de un modo mucho más acusado, si la razón por la que me levanto pronto se apellida banal e insulso. Aquel día contenía todos estos ingredientes que tan mal me saben, así que mi cara era un poema, mal construidos los versos.
Debía ir a un colegio de primaria a cubrir una estúpida obra de teatro que una profesora había escrito para las niñas de segundo. Menuda historia. El reportaje del año. Llevaba trabajando un par de meses en un periódico local, y todo lo que me encargaban respondía a ese tipo. A esa clase de asuntos que uno desconoce cómo calificar. Sabía que los primeros años en esta profesión resultan duros, que cuando se empieza, uno no puede ni soñar ocuparse de lo importante, cuando es precisamente la juventud la época en que más se tiene que decir. De acuerdo, no hiperbolizaré, pero sí hay bastante que comunicar, y de un modo pasional y puro que no consigue otro objetivo que menguar con el cruel paso del tiempo. Pero contra esto no se puede luchar demasiado; el sistema se alza frío, gris y casi impenetrable.
Así que fui a aquel colegio para dar cuenta histórica de la inédita obra teatral titulada «La vida es mágica». Cuando pasaron los minutos suficientes como para enterarme de qué iba todo aquello, pensé que a la maestra se le habían caído un par de tuercas y algún gracioso las había escondido bien lejos. La protagonista del relato teatral es una niña a la que le quedan pocos meses de vida, y sus compañeras animan sus últimos días con bonitas historias fantásticas, que comienzan en la tierra y terminan en el cielo. Al ver el pasmo en mi cara, la directora del centro se acercó a donde yo estaba y explicó: «Sé que parece un tema inadecuado para niñas tan pequeñas, pero ella se muere de verdad y fue idea suya representar la obra para su madre».
En ese mismo momento, el mundo me aplastó de tal forma que parecía llevar puestos zapatos de tacón de aguja. No podía dejar de mirar hipnotizada a aquella niña tan sonriente que escuchaba de sus compañeras aventuras impensables que acababan en otro mundo, porque «la vida es mágica y va más allá de ella misma, de modo que nunca termina», repetían dulces y convincentes sus compañeras en mi cabeza.
Nada más finalizar el acto, la pequeña protagonista corrió a sentarse a mi lado, me cogió de la mano riéndose y preguntó por qué me caía una lágrima. «No llores, tonta. Tienes que reírte. Cuando yo lloro, cierro los ojos y no puedo ver lo demás. Y quiero verlo. ¿Tú no?». Me sentí estúpida, conmocionada, pero feliz, porque había aprendido que la vida es pura magia y que ésta se encuentra en todas partes, auque no la veamos. No se ve, pero si uno quiere, la siente.