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Lovely Dew is Rocío Fuentes-Ortea

Vida = Magia

Aborrezco madrugar. Más aún, si la causa de mi desvelo se llama trabajo; y de un modo mucho más acusado, si la razón por la que me levanto pronto se apellida banal e insulso. Aquel día contenía todos estos ingredientes que tan mal me saben, así que mi cara era un poema, mal construidos los versos.

Debía ir a un colegio de primaria a cubrir una estúpida obra de teatro que una profesora había escrito para las niñas de segundo. Menuda historia. El reportaje del año. Llevaba trabajando un par de meses en un periódico local, y todo lo que me encargaban respondía a ese tipo. A esa clase de asuntos que uno desconoce cómo calificar. Sabía que los primeros años en esta profesión resultan duros, que cuando se empieza, uno no puede ni soñar ocuparse de lo importante, cuando es precisamente la juventud la época en que más se tiene que decir. De acuerdo, no hiperbolizaré, pero sí hay bastante que comunicar, y de un modo pasional y puro que no consigue otro objetivo que menguar con el cruel paso del tiempo. Pero contra esto no se puede luchar demasiado; el sistema se alza frío, gris y casi impenetrable.

Así que fui a aquel colegio para dar cuenta histórica de la inédita obra teatral titulada «La vida es mágica». Cuando pasaron los minutos suficientes como para enterarme de qué iba todo aquello, pensé que a la maestra se le habían caído un par de tuercas y algún gracioso las había escondido bien lejos. La protagonista del relato teatral es una niña a la que le quedan pocos meses de vida, y sus compañeras animan sus últimos días con bonitas historias fantásticas, que comienzan en la tierra y terminan en el cielo. Al ver el pasmo en mi cara, la directora del centro se acercó a donde yo estaba y explicó: «Sé que parece un tema inadecuado para niñas tan pequeñas, pero ella se muere de verdad y fue idea suya representar la obra para su madre».

En ese mismo momento, el mundo me aplastó de tal forma que parecía llevar puestos zapatos de tacón de aguja. No podía dejar de mirar hipnotizada a aquella niña tan sonriente que escuchaba de sus compañeras aventuras impensables que acababan en otro mundo, porque «la vida es mágica y va más allá de ella misma, de modo que nunca termina», repetían dulces y convincentes sus compañeras en mi cabeza.

Nada más finalizar el acto, la pequeña protagonista corrió a sentarse a mi lado, me cogió de la mano riéndose y preguntó por qué me caía una lágrima. «No llores, tonta. Tienes que reírte. Cuando yo lloro, cierro los ojos y no puedo ver lo demás. Y quiero verlo. ¿Tú no?». Me sentí estúpida, conmocionada, pero feliz, porque había aprendido que la vida es pura magia y que ésta se encuentra en todas partes, auque no la veamos. No se ve, pero si uno quiere, la siente.

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Busca la Magia

«Todos nosotros convivimos diariamente con lo extraordinario. La sabiduría consiste en percibirlo por detrás de la rutina», leyó Raymond en alta voz, pronunciando un pensamiento del brasileño Paulo Coelho.

«¡Menuda tontería! ¿Te das cuenta, Lina? Si todos los días nos tropezásemos con algo fuera de lo común, nos daríamos cuenta de ello. ¡Más aún! Si realmente conviviésemos con lo extraordinario… ¡Ya no tendría nada de milagroso!». Como cuando creía haber llegado a una ingeniosa conclusión, se rindió exhausto en el lecho, sin esperar la respuesta de Lina. 

Al día siguiente, Raymond se levantó tan temprano como siempre y tomó el autobús que le llevaba al trabajo. Al subir, observó con visible enojo que la conductora llevaba un gato a su lado. Era alérgico, o al menos eso le apetecía pensar, y pensó en montar una pequeña escena, aunque cambió de opinión, por ser demasiado temprano para semejantes espectáculos.

«¡Hola, Ray! ¿De mal humor, como siempre?». «¡Qué remedio! Siempre lo mismo: madrugar, trabajar y volver a casa. Hoy no he podido ni desayunar: Lina se terminó ayer toda la leche que quedaba». «¡Bueno, hombre, no será para tanto! Ya tomarás algo en la oficina». «Ya, ya. Además he tenido un sueño que me ha dejado con mal cuerpo, pero no me acuerdo de él».

«Mmm… He leído que cuando nos olvidamos de nuestros sueños es porque no los hemos comprendido». «¡Menuda tontería! Y luego, ese gato. ¿Qué persona en sus cabales podría llevar un gato al trabajo?» «Ya. Oye, Ray, ¿has visto a ese chico de ahí, el que llora?». «No. No me había fijado. ¿Le conoces?» «Trabaja con nosotros desde hace un año ¿nunca le habías visto? Su novia murió en un accidente hace sólo un par de meses. Probablemente llora porque ella ya nunca podrá acabarse la leche del desayuno. Ray, debes mirar de otra manera, buscar lo extraordinario de la vida». «¿Cómo dices?» «Lo que oyes. Busca la magia que se esconde en los detalles».

«Menuda… tontería…»

Tras una dura y silenciosa jornada, Raymond tomó el autobús de vuelta a casa. La casualidad quiso que la conductora fuese la misma de por la mañana. Raymond buscó al gato con la vista, pero no lo halló. Lo que sí encontró fue una mirada melancólica y perdida. «¿Le ocurre algo?» De pronto, una sonrisa triste, de agradecimiento, inundó el rostro de la joven. «Mi gato ha muerto. Bueno… en realidad, no era mío. Lo encontré hoy, antes de comenzar a trabajar. Estaba gravemente herido ¿sabe? Pensé que podría llevarlo a casa y curarle, pero no aguantó tantas horas. Si pudiese volver atrás, quizá lo hubiese hecho… quizá hubiese dejado el autobús. Sí. Ya encontraría otro empleo. Qué más da. Ya ha muerto». Raymond le cogió de la mano y le sonrió con ternura. Después, una voz ronca informó a gritos de que aquel autobús no era un autocine, y pidió de forma áspera que arrancase inmediatamente el vehículo.

Al bajar, Raymond sintió que le inundaba una felicidad inaudita. Antes de entrar en casa, se fijó en un globo que flotaba lentamente en el aire y se dirigía hacia él. Lo tomó entre sus manos y se adentró en su hogar. Su mujer se encontraba dormitando frente al televisor y, tras mirarla con ternura, resolvió no despertarla. Se asomó a una ventana y dejó que el globo volase a su antojo. Estuvo siguiendo su rumbo un minuto o quizá dos, hasta que se posó en el suelo. En aquel momento, una señora con un cochecito pasaba por allí. El niño, alborotado ante aquel milagro, pataleó intentando alcanzarlo, y su madre lo cogió para dárselo.

 

Raymond no podía dejar de sonreír. Lina, entonces, despertó de su siesta y le pidió perdón por haber terminado la leche el día anterior para hacer la tarta favorita de Raymond. En aquel momento, él se acordó de la pesadilla que había tenido: Él iba por un camino recto, llano, marrón y triste, y, a su alrededor, se extendía un campo verde lleno de vida y majestuosidad, pero al que no podía acceder de ningún modo, por más que lo deseaba.

 

El Loco

«¿Quién me lo iba a decir a mí? ¿Quién? ¡Yo! ¡Abogado! ¡Ahora es tarde! ¡Nada que hacer!»

Bebía un solitario café en mi casa, cuando empecé a oír unos gritos provenientes de la calle. Abrí la ventana de mi séptimo piso y allí le vi: Era un hombre mayor, que declamaba cual protagonista en función teatral en hora punta.

«¿Quién? ¡Yo no me conformo! ¡Pero hay que hacerlo!»

Era evidente que debía de estar borracho, pero me extrañó porque eran las tres de la tarde e iba muy bien vestido. Menuda tontería. Cómo si los bien vestidos no bebiesen. Esos precisamente tienen más dinero para beber.

«¡Me confundí…!»

Lo cierto es que declamaba como yo nunca antes había oído; incluso sus risas sarcásticas eran de lo más histriónicas. Alzaba las manos al cielo implorando, y se giraba a murmurar algo a alguien que nadie más veía.

«¡Hastaluego!»

Saludaba a gente que iba en coche, y que debían de mirarlo extrañados; hacía carantoñas a los perros que pasaban con sus confundidos dueños; y dibujaba graciosas reverencias en el aire hacia las señoras que pasaban por su lado.

Se sentó un momento mientras perdía su vista en un tiempo en el que nadie vivía ya, pero pronto se levantó para cruzar la esquina, que hacía que yo le perdiese de vista.

Algunos seguían riendo a su paso, otros le miraban atónitos creyendo firmemente que los locos no pueden andar sueltos, y yo… yo no podía dejar de sonreír feliz, porque acababa de ver a un artista; o sólo a un loco; o a un loco y a un artista, pero en cualquier caso, a alguien único.

 

 

Y vio el sol

Se levantó a las tres de la tarde, como venía haciendo desde hacía meses. Apenas pudo probar bocado de aquella hamburguesa rancia que había pedido el día anterior a un restaurante de mala muerte, cuando sonó el teléfono:

–  Quién.

–  Hija, soy yo, ¿cómo estás?

–  Como siempre, mamá.

–  Claro… ¿Ya has mirado lo del trabajo?

–  No, mamá. No me apetece.

–  Oye, cielo, déjame ir a verte, anda. ¡Hace días que no nos vemos!

–  ¡Ja!  ¡Qué gracia! No, mamá. Ya nos Veremos la semana que viene. Hoy quiero estar sola ¿de acuerdo?

–  Como quieras, hija…

 

Antes de sentarse en el sofá, levantó la persiana. Hacía semanas que no lo hacía. «¿Para qué?», pensaba. «Quizá ese día todo era diferente». De repente, notó la luz del sol entrando por la ventana, en su cara, en su cuello. Se sintió bien, tranquila, como hacía ya tiempo que no se sentía. Lentamente, comenzó a ver cuanto había a su alrededor: la mesa grande, las sillas, la lámpara, la moqueta, el mismo sofá sobre el que estaba… Todo le volvía a parecer hermoso. Se levantó, se asomó de nuevo por el ventanal y dirigió sus ojos al sol. No le molestaba. Pensó que se alzaba más bello que nunca, y, después de seis meses llorando, por fin sonrió. Decidió que el accidente, el haberse quedado ciega no la iba a matar. Lucharía.