Hoy día nadie aprecia esa particularidad. Quizá la avanzada tecnología desempeñe un papel principal en la desafortunada situación. Y es que gracias a esos nuevos conocimientos se aprende todo en tiempo récord. Nadie necesita escuchar a los abueletes, si uno se puede enterar de todo a través de Internet o viendo el programa o la serie de turno. El mundo ha alcanzado un ritmo frenético al que los mayores no pueden adaptarse y en el que parecen ser innecesarios. Un mundo irreconocible para ellos, en el que a pesar de todo se ven obligados a vivir.
El otro día escuché a mi abuela comentar lo extraño que le parecía que todavía no le hubiese llegado la tarjeta de Cortefiel, su tienda de toda la vida, desde que pidiera su renovación en octubre del año pasado. Siete meses, señores. Siete meses, y ni una valiente carta que se atreviese a comunicarle que, con 85 años, YA NO MERECE LA PENA hacerle una tarjeta. Eso lo dicen rojos de vergüenza y con una incipiente y repugnante gotilla de sudor, en el cara a cara con la familia cabreada de la susodicha víctima de nuestra despersonalizada sociedad. Eso sí, le echan la culpa, cómo no, a la distante e impasible financiera, que se encuentra en Madrid para que las protestas no le lleguen, y a la que critican para quedar bien con el cliente: «Uy… es que ni siquiera se molestan en mirar las cuentas corrientes, cómo son, ¿eh?». O sea que ya podría ser mi abuela Angela Chaning, que ni con ésas. A mí me da pena. Pero no de mi abuela, sino de todos ellos, por cafres.
Los individuos ya no son personas, sino números. El funcionalismo práctico, por el que una persona es alguien en la medida en la que tiene una función en la sociedad, nos nubla la vista y nos hace ilógicos. Pero ¿en qué lugar quedan entonces los ancianos? ¿Cuál es su función? El sistema anónimo que hemos creado ya se encarga de contestar: está claro que la de estorbar. Muchos deberían saber que no es posible que crezcan hojas, si se maltratan las raíces. Es una realidad: La edad madura se ha tornado basura. Y como el respeto puede presumir de ser una virtud justa, todos han de darse cuenta de que si uno no cuida de las generaciones pasadas, las venideras no hará lo propio con las actuales. Y esos, ahí no cabe duda, somos nosotros.