Tardes de Chinchón

Mi abuela se da un aire, por no decir una fuerte ventisca, a aquella señorita… ¿Cómo se llamaba? Ah, sí: ¡Rotenmeyer! Y no precisamente por el moño. Pero lo cierto es que, cuando pide algo, su tono muta y parece Heidi: «Anda, venga, tienes que llevarme al Café, que quedé con Estrellita, Lucita y Angelita (las Itas). Y déjame apoyarme bien en ti, que sabes que me acabo de operar la cadera».

Mi delgado y delicado brazo se resiente, pero la llevo. Yo no entiendo sus achaques, sus exigencias, sus tristezas. Ella no comprende por qué llevo el ombligo al aire en invierno, que salga por la noche en lugar de por el día, y que aborrezca jugar con ella y sus amigas al Chinchón, cuando supone algo «tan fenómeno»… Solía decirme a mí misma que era mi abuela la mala del filme; que es ella quien una vez fue joven y por eso debería entenderme a mí. Después me puse a pensar.

Nunca se trata de un conflicto generacional: la falta de entendimiento se da entre todos los seres humanos, y eso que somos los únicos seres vivientes poseedores de esa capacidad. «Antes de juzgar, camina con los mocasines del otro durante tres noches», reza un proverbio indio. No sé por qué, pero de repente entiendo que, para mi abuela, sus tardes de Chinchón con las Itas en la casa del pueblo sean el cielo.

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