Mi padre había estado todo el año poniendo su mayor empeño en un trabajo de horas interminables y responsable de un estrés demoledor. La recompensa, unas vacaciones junto a su mujer y su pequeña recién nacida. El viaje era largo, de Asturias a Alicante, y el día anterior él había llegado muy tarde a casa para dejar atados algunos cabos sueltos. Nada importaba, ya que ese viaje iba a ser el primero con su familia, y quería que fuese perfecto.
Así, al día siguiente, cuando el reloj marcó las ocho, los tres estábamos de camino hacia Alicante. En un momento dado, mis padres observaron que un vehículo estaba parado en el arcén de la autopista. «Qué peligro», se limitaron a comentar.
El viaje transcurrió entretenido: música de los Beach Boys, un sol radiante y sonrisas cómplices.
Una verdadera delicia que nos envolvió a todos, sin dejarnos ver nada más. Tan ocupados habían estado los días de mi padre, y tan tranquila estaba transcurriendo la marcha, que nadie se acordó de que era necesario repostar.
Habíamos pasado hacía horas Madrid, cuando el coche empezó a dar tumbos en mitad de la nada, y mi padre cayó en la cuenta de lo que sucedía. No podía creer que aquello le estuviese ocurriendo a él, un hombre tan precavido. Pero el destino es sabio, y el coche, en unos minutos, se quedó sin una gota de gasolina. En aquel arcén, en aquellos tiempos, no había a quién acudir: sin móviles, ni postes de socorro, ni nada de nada.
Tras un hora que parecía no tener fin, un hombre paró su coche y espetó: «No me digan nada; la gasolina», y, mientras mis padres asentían nerviosos, él sacó una lata de gasolina. «¿Tienen algún recipiente donde pueda echar unos litros?». Mi padre me arrebató el biberón con una sonrisa, y cogió otros dos que teníamos por si acaso.
«¿Cómo puedo pagarle?», preguntó agradecido mi padre, sacando su billetera. El misterioso hombre apartó la cartera, y pidió: «Compre un par de latas, y si alguna vez ve a alguien parado en la carretera, reparta la suya. Cuando eso ocurra, habrá pagado la deuda».
Hace un par de meses, con unos 23 años más a mis espaldas, iba yo con mi padre en coche a León. De repente, vimos un vehículo parado, y mi padre no dudó un segundo en detenerse. «No me diga nada; la gasolina», sentenció mi padre, al tiempo que sacaba su latita. «¿Tiene algún biberón por ahí? Digo… ¿recipiente?».
Cuando el hombre quiso pagar, mi padre nos contó a él y a mí una historia que nunca olvidaríamos.
Me gustó mucho tu blog (La batalla con el Uru estuvo genial)
En fin, si quieres date una vuelta por el mío, estás invitada.
Salud, ánimos y suerte.
Edu
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