La Malaventura de la egomanía

No sé cómo lo hacía, pero sabía arreglármelas de maravilla para eliminar cualquier sombra de tiempo libre que amenazase mi vida: estudios, libros, cursillos, talleres, música… No salía a bailar o a pasear, como la gente de mi edad solía hacer, porque aquello me parecía una especie de delito; una verdadera falta grave contra la lógica, estúpida e imperdonable. Me fascinaba leer y estudiar, por descubrir el sentimiento del momento y el alma de tiempo atrás; y la música, ya que con ella lograba evadirme de un frenético mundo del que ignoraba su escasa conveniencia. También me seducía el psicoanálisis. A él quería dedicar mi vida, y, por el momento, me entrenaba con las personas de mi entorno.

Daniela, una chica de mi clase, llamaba mi atención sobremanera. No hablaba mucho, pero cuando lo hacía, demostraba ser una persona egocéntrica, déspota, fría… Sólo pensaba en sí misma, en su comodidad. Se había matriculado en el colegio ese mismo año. No tenía  amigas, y no hacía nada por tenerlas. No se la veía demasiado dispuesta a ello. Yo la veía en la escuela, y  allí comprobaba lo egoísta que se mostraba.

Recuerdo que en cierta ocasión, una niña le pidió ayuda para hacer un trabajo, y de forma que me pareció cruel y despiadada, le dijo que no podía perder el tiempo «en trivialidades semejantes». La pobre chica se quedó atónita y nunca volvió a dirigirle la palabra. Así funcionaba su corazón.

Un día la encontré sola en el patio del colegio. Parecía triste, y no pude resistirme a preguntarle qué le ocurría. «Me siento fatal» – me contestó-. Me devora un vacío insoportable.

Entonces me miró. Sus ojos reflejaban dolor, quizá miedo. Veía en ellos aquella nada de la que me hablaba. Era seguro que tenía sentimientos. Sonó el timbre y tuvimos que ir a clase. Desde ese momento empecé a apreciarla. Por lo menos, «no es una causa perdida, pensé».

Más tarde, me di perfecta cuenta de lo mucho que me agradaba analizar las actitudes de Daniela. Probablemente se había convertido en la persona más interesante que había conocido; respiraba de diferente manera a los demás; poseía algo inexplicable y confuso, pero benévolo; de eso estaba convencida.

Pronto nos hicimos algo así como colegas, y un día me preguntó que por qué no salíamos a dar una vuelta por la ciudad. Al principio, me negué a tal propuesta  porque debía dedicarme a mi vida, pero ella no cesaba de insistir, así que acepté de mala gana, pensando que quizá podría convencerla de que abandonase, poco a poco, su  insano individualismo.

Fui a recogerla a su casa, y nos dirigimos al centro de la ciudad a mirar tiendas. En una de ellas, ella me preguntó sin rodeos:

-¿Por qué no caigo bien a la gente de clase? ¿Sabes algo?

 

-Bueno… Sí. Es que eres un poco… No piensas demasiado en los demás ¿no te parece? No sé… nunca ayudas a nadie, y deberías hacerlo; eres muy inteligente.

-No entiendo… Bueno, yo siempre estoy ocupada con mis cosas: mis estudios, mis libros, mi música…

-Ya…. Pero eso no supone una excusa. Siempre puedes encontrar un momento libre… ¿no?

-No

-Yo creo que sí.

-¿Tan claro lo ves? No sé. Creo que desde dentro no se ve todo tan fácilmente.

-No puede ser, Daniela, tú te darás cuenta de que no paras de pensar en ti misma, de que pasas de los demás.

-Te digo que no. Si no ¿cómo explicas tu ceguera ante la misma realidad?

-¿De qué hablas?

– Todavía estás a tiempo de cambiar. No es tarde, piénsatelo.

-¡Yo no soy así! ¡La gente no me pide ayuda!

-Porque conocen la respuesta. La leen en tu mirada. Saben que no tienes tiempo para nadie.

Entonces me caí al suelo. Alguien me había empujado. Cuando me levanté, ella ya no estaba. Supuse que se habría ido a su casa corriendo, avergonzada por lo inadecuado de su actitud, y yo también me marché de allí.

Medité durante toda la noche. Quizá tenía razón, y yo fuese igual que ella. Nunca nadie me había dicho algo semejante, y yo, realmente, nunca me había percatado de ello. Desde dentro, las cosas no se ven a la primera; «ve antes el humo el que está fuera, que las llamas quien está dentro». Dios… Había estado criticando a una chica que tenía el mismo defecto que yo.

A los dos días fui a su casa para hablar con ella de nuestro mutuo problema, para decirle que reconocía mi imperfección y para poder idear tal vez, alguna solución conjunta para él. Llamé a la puerta y me abrió una señora de pelo cano.  «¿Deseas algo?» – me preguntó-. «Por favor, me gustaría hablar con Daniela». Su semblante entonces se oscureció. «¡Oh…! ¿Es una broma, niña?». «¿Cómo? Yo sólo… sólo quiero verla un momento. Necesito decirle algo». «Niña…, Daniela es mi hija y lleva en coma un año».

Me fui corriendo, pálida, mareada y con la conciencia trastocada, desconfiando de mis propios sentidos. Al bajar unas escaleras de su jardín, choqué de lleno con otra señora mayor que la anterior, que pareció salir de la nada. «¡Ey! ¿Qué te pasa?»

Le conté lo acontecido, deprisa y casi sin vocalizar. «Es imposible que la hayas visto. Te habrás confundido de persona». «Sí -mentí-. Es seguro que sí».

«Ya no se puede hacer ninguna cosa. El médico no da ninguna esperanza. Además, si se despertase ahora, quedaría mal para toda la vida. Lleva casi un año».

Nos sentamos y hablamos más tranquilamente. Fue entonces cuando me dijo que era su tía, y comenzó su relato.

«En el lugar en el que vivíamos antes, sólo había gente que tenía escasas  posibilidades económicas. En la escuela, no la apreciaban mucho, decía ella. Su madre y yo  sabíamos que era porque siempre iba muy a lo suyo, y no compartía demasiado cuanto tenía. Ella nos decía: «Pero mamá, tita, ¡tenéis que comprenderlo! Me piden la comida que llevo al recreo, cogen mis cosas, las tocan… estoy rodeada de gente de un estrato social más bajo que el mío, ¡y no lo soporto!».

Era una postura de la vida equivocada, y se lo decíamos, pero ella era tozuda como la que más, y no iba a cambiar de opinión  fácilmente. Le decíamos que de vez en cuando, podía ayudarles con los estudios, dándoles un poco de su bocadillo en los recreos, o quizá con otro tipo de cosas. Por ejemplo, ya que su padre le había legado tanto, podía repartir comida y ropa  por todo el barrio, que tan falto estaba de todo aquello». «¡Tonterías!» Decía ella.

«Oye, era muy suya, egoistona ¡de acuerdo!, pero la queríamos mucho. ¡Tenía otras virtudes! Un día, unas chicas mayores del pueblo le dieron una paliza cuando ella se negó a darles un dinero que pedían. No… no quiero recordar».

 Me fui de aquella casa a paso ligero. Todo me daba vueltas, así que me senté. Estuve pensando durante muchísimo tiempo. O al menos, eso me pareció. Daniela llevaba en coma casi un año. De lo que debía entender…, ¿que había sido su alma la que había venido a la escuela todo este tiempo? Dios, sí. Imaginé, con un ligero escalofrío, que en la escuela nadie habría oído nunca nada sobre ella, lo que poco tiempo después pude confirmar. Daniela, supuse, había venido a verme acompañada de su egoísmo, quizá multiplicado, para que de esa manera, yo reparase en ella, en su gran deficiencia ética. Y lo hice. Me fijé. La chica no quería que a otra persona le ocurriese lo mismo que a ella.

Lo cierto es que me quedé realmente impresionada con aquella historia; me marcó profundamente. Tan profundamente afectada me quedé, que comencé a ser atenta con la gente de mi clase y, en fin, de mi vida. Me ofrecía a ayudarles en cualquier materia, quedándome horas y horas con esa gente todos los días, por las tardes, y percibía su sorpresa ante mi inusitada reacción. Yo misma estaba asombrada. Pero me gustaba. Sentía el placer característico de cuando uno ayuda a alguien, de cuando hace que esa persona sepa más, conozca más. Las cosas cambiaron e inicié una nueva vida. Era una persona sociable y caía bien a la gente no sólo por ayudarles, sino por mi forma de ser que antes no conocían. Les gustaba y yo me sentía como nunca.

Un día mandé una carta a la tía de Daniela, pidiéndole que por favor, iniciase esa obra de caridad que ya tenía pensada para su sobrina anteriormente; repartir, con el dinero que fuera un día de su padre, por aquel barrio, ropa y comida. Estaba segura de que si Daniela lo hubiese hecho, al final, se sentiría bien consigo misma y contenta. A mí me había pasado.

Un tiempo después me encontré con ella. Me dijo que realizó mi petición, y que Daniela  había muerto hacía escaso tiempo. Su tía me contó que cuando murió, lo hizo en paz, pues dejó de existir con una sonrisa.  

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