La mancha de Londres

En un determinado punto de los sucios pasadizos de una populosa estación del metro de Londres… siempre se forma la misma mancha.

Cuando uno la ve por vez primera parece de agua, de zumo, o de una bebida gaseosa que algún desconsiderado no inglés ha tirado allí en medio.

Pero cuando al día siguiente o al otro uno pasa de nuevo por allí, descubre que la mancha siempre está en el lugar exacto. No un poco más a la derecha; no un poco más a la izquierda, sino allí. Allí mismo.

Y si el tal uno decide pasar a las siete de la tarde por aquel determinado punto de los sucios pasadizos de una populosa estación del metro de Londres, descubrirá a un hombre. El hombre que no cesa de limpiarla. Siempre. La misma mancha. Todos los días. A la misma hora.

Con la mirada anclada en otro tiempo; en otro espacio; con la cabeza gacha pero el cuerpo erguido, ese hombre intenta quitar la mancha que nunca se quita. Él sabe que es imposible limpiarla, que debe de ser de una grasa especial y que a buen seguro gotea de forma intermitente aunque invisible de un techo abierto que la observa.

Pero ése es su trabajo. Se lo ordenan y él lo hace. Nunca se le ocurriría protestar por ello. Quién sabe; quizá un día, si se quejase por ello, le quitarían el puesto y se lo darían a otro. ¿Por qué iba a hacerlo, además? A él no le molesta frotar aquella mancha. De hecho, se pasa todo el día limpiándolo todo de una pasada, sin volver a pasar por el mismo punto. Pero ése; ese punto es diferente. Él sabe que allí hay algo esperándole sólo a él; algo inamovible; algo eterno. A él ya no le importa nada más de su trabajo. Solamente intentar quitar la mancha, sin saber que en el fondo no desea quitarla.

Sin saber eso, y que hay una compañera suya que todos los días, siempre antes de las siete, deja caer aceite en aquel determinado punto de los sucios pasadizos de una populosa estación del metro de Londres.

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